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Carta de Pascua 2022

Resucitando para la vida nueva

Queridos feligreses,


Aprovechando las fiestas de Pascua, las más importantes para un cristiano porque en ellas se enraízan los misterios más nucleares de nuestra fe, me dirijo a vosotros para seguir animándoos en el espíritu.


Dios nos ha bendecido con muchas gracias y tenemos que aprender, poco a poco, a responder con la verdad de nuestra vida, con la libertad de nuestro corazón y con la unidad de nuestras comunidades. Sé que muchos estáis perplejos aun ante tanto cambio, que no termináis de comprender que las cosas no puedan seguir como están. Pero también sé que la mayoría de los que percibís esto, también percibís signos de muerte y decadencia en las comunidades, percibís que los jóvenes no tienen ningún interés por Cristo, que cada vez somos menos y más mayores y que si queremos que algo tan importante para nosotros perviva, tenemos que hacer un esfuerzo común. Sé además que la reacción visceral de unos pocos frente a los cambios os ha hecho reflexionar a muchos, que habéis sido testigos de como intereses personales y particulares pueden romper la comunión y que habéis sufrido que las opiniones personales legítimas se pongan por encima del amor a la Iglesia. Pero el sufrimiento y el sacrificio merecen la pena sólo cuando tienen un sentido redentor y nos ayudan a purificar lo que somos como cristianos y nuestra misión en el mundo para construir el reino.


Así mismo, quiero dejar claras algunas cosas que me parece que son confusas y que, si se percibieran bien, ahorraríamos muchos problemas. En primer lugar que la iglesia no es del pueblo, es de los cristianos; que no todo el mundo tiene derecho a opinar de lo que allí se realiza o se deja de realizar, porque es casa común de la familia de los discípulos de Cristo, y por tanto, el que no aporta a la casa, debe tener el decoro de al menos no obstaculizar; que ser cristiano no es creer en una fuerza superior a la que llamo “dios”, porque si no, cada uno creería en su “amigo invisible” y todos seríamos cristianos, sino creer en el Dios de Jesucristo, que murió y ha resucitado por nosotros y que se sigue entregando cada día a través de su Iglesia. Ser cristiano, por tanto, supone tener una experiencia subjetiva de fe, pero a la vez una vivencia objetiva: participación activa en los sacramentos, formación cristiana, compromiso comunitario, vida ejemplar y compromiso caritativo, todo eso regado con un inmenso amor a la Iglesia. No hay mayor tontería que decir: “yo soy cristiano pero no practico”.


En segundo lugar, que la parroquia no es la asociación sociocultural del pueblo que tiene que dar cobertura a las “tradiciones del mismo” para que el pueblo tenga una manifestación viva de su idiosincrasia. Es decir, que la parroquia organiza aquellos actos que considera oportunos para que los fieles expresen de forma adecuada su fe, devoción y compromiso cristiano. Y cuando un acto, tradición, procesión o similar deja de responder a los fines para los que se puso en práctica, es deber de la parroquia (no sólo del párroco) purificarlo y en su caso eliminarlo.


En tercer lugar, que el vínculo que nos une como cristianos a los que tenemos fe verdadera, es muchísimo más fuerte que el vínculo que nos une por ser del mismo pueblo. Los discípulos de Cristo somos familia, hijos de Dios, hermanos entre nosotros. Y no se entiende de ningún modo que ningún cristiano esté enfrentado con otro por ser de distinto pueblo. Cuando entramos en una iglesia, sea de donde sea, los cristianos estamos en casa. Esto nos lo recuerda la Pascua en la que hemos renovado juntos nuestro bautismo.


Por otra parte, y lamentablemente, seguimos arrastrando a gente que no “sirve” a los hermanos en la Iglesia, sino que “se sirve de la Iglesia” para sus fines particulares, es decir, se aprovecha. Gente que entiende el cristianismo de un modo sociológico, que trae a sus hijos a bautizar como “una presentación del niño en la familia o en el pueblo” o como una “forma sociológica de hacerlos partícipes de una tradición” por muy loable que sea, que lleva a sus hijos a catequesis de comunión “porque también tienen derecho a sus regalos y cómo se van a quedar sin fiesta”, que se casan por la Iglesia porque “las fotos son más bonitas”, que se confirman “para ser padrinos” o que acuden a actos religiosos como una forma de defensa del folclore local exigiendo además que se haga según sus propios criterios. En innumerables ocasiones me he encontrado con sujetos que reclamaban sus derechos sin dar cuenta en ningún momento de sus obligaciones. Y esto es de una tremenda tristeza.


Los cristianos nos tenemos que rebelar contra esto. Es un pecado estructural contra el segundo mandamiento: estamos tomando el nombre de Dios en vano. Un sacramento es algo sagrado, santo: un encuentro verdadero con Dios en la mediación de su Iglesia. Algunos pueden entender: “hombre…si vienen aunque sea el día de la fiesta, o quieren bautizar a sus hijos, o piden casarse por la Iglesia, ya es un primer paso”. Pero esto es un error: asumimos dentro de la propia Iglesia los criterios del mundo, nos mundanizamos. Y si la sal se vuelve sosa, ¿quién la salará? Estamos llamados a evangelizar a aquellos que entienden la Iglesia así, estamos llamados a servir de vía para que se encuentren verdaderamente con Cristo, pero no podemos asumir para ello sus criterios, mundanos y paganos, ni rebajar la exigencia evangélica para “tener más adeptos”, porque esa no es nuestra misión.


Recuerdo en este momento la descripción que hace la carta a Diogneto, un texto cristiano del siglo II que expresa muy bien la identidad de un cristiano en el mundo: "[Los cristianos] viven en la carne, pero no según la carne. Viven en la tierra, pero su ciudadanía está en el Cielo. Obedecen las leyes establecidas, y con su modo de vivir superan estas leyes. Aman a todos, y todos los persiguen. Se los condena sin conocerlos. Se les da muerte, y con ello reciben la vida. Son pobres, y enriquecen a muchos; carecen de todo, y abundan en todo. Sufren la deshonra, y ello les sirve de gloria; sufren detrimento en su fama, y ello atestigua su justicia. Son maldecidos, y bendicen; son tratados con ignominia, y ellos, a cambio, devuelven honor. Hacen el bien, y son castigados como malhechores; y, al ser castigados a muerte, se alegran como si se les diera la vida."[1]


De mucha gente durante estos meses he escuchado: La Iglesia debería de cambiar, adaptarse a los nuevos tiempos, asumir nuevas estructuras para “atraer a más gente”, abrirse, actualizarse. Y también: “si las cosas fueran así o asá, vendría mucha más gente a la Iglesia”. Pero hay un error de base en todos estos juicios hechos con la mejor de las intenciones: "la Iglesia se abre al mundo, no para obtener la adhesión de los hombres a una institución con sus propias pretensiones de poder, sino más bien para hacerles entrar en sí mismos y conducirlos así hacia Aquel del que toda persona puede decir con san Agustín: Él es más íntimo a mí que yo mismo (cf. Conf. 3, 6, 11). Él, que está infinitamente por encima de mí, está de tal manera en mí que es mi verdadera interioridad."[2] No necesitamos adeptos ni socios. Necesitamos testigos del Resucitado que sean capaces de transmitir la vida a todo lo que está muerto en el mundo, que con su testimonio sanen heridas, calmen corazones agitados, pongan paz en las guerras. No importa que seamos pocos, lo que importa es que seamos auténticos, libres y que dediquemos nuestra vida a llevar la luz de Cristo al mundo.


Y si a mi me preguntaran qué es lo que debería cambiar en la Iglesia, respondería sin dudarlo parafraseando a la madre Teresa de Calcuta: Tú y yo. Tú y yo somos los que debemos convertirnos, ponernos en camino detrás del maestro de nuevo, transformarnos cada día para ser mejores discípulos y vivir atesorando tesoros en el Cielo y no en la tierra.


Por tanto, "no se trata aquí de encontrar una nueva táctica para relanzar la Iglesia. Se trata más bien de dejar todo lo que es mera táctica y buscar la plena sinceridad, que no descuida ni reprime nada de la verdad de nuestro hoy, sino que realiza la fe plenamente en el hoy, viviéndola íntegramente precisamente en la sobriedad del hoy, llevándola a su plena identidad, quitando lo que sólo aparentemente es fe, pero que en realidad no es más que convención y costumbre."[3]


Desde el principio el cristianismo ha sido un escándalo precisamente por esto y los cristianos debemos procurar que siga siéndolo. Porque de no ser así, ¿no habríamos perdido la esencia de lo que somos? Esta semana en la que se quitan las mascarillas, decidamos mostrar nuestro verdadero rostro al mundo para llevarlo hacia Dios.


Quiero terminar dando las gracias a todos aquellos que estáis viviendo valientemente vuestra fe: a los que os fiáis, a los que sin comprender, creéis, a los que anunciáis el evangelio sin descanso, a los que os estáis atreviendo a formar una comunidad de verdaderos discípulos que viviendo en el mundo, pertenecen al cielo. Dios no defrauda. Y si por algo merece la pena perder la vida es por él: quien quiera ganar su vida la perderá, pero quien pierda su vida por mí la encontrará para siempre.


¿De qué nos sirve hermanos ganar el mundo entero si nos perdemos a nosotros mismos?


Álvaro Campón Sánchez

Párroco de la Unidad Parroquial de las Cinco Villas

Ciudad Rodrigo, miércoles 20 de abril de 2022



[1] Carta a Diogneto (Cap. 5-6; Funk 1, 317-321)

[2] Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro con los católicos comprometidos en la Iglesia y en la Sociedad, Konzerthaus de Friburgo de Brisvogia, 2011.

[3] Benedicto XVI, Discurso en el Encuentro con los católicos…


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